Miró el reloj.
Eran las doce menos cuarto de otra larga noche en la que solo escucharía gritos y palabras malsonantes antes del buscado golpe, ocasionalmente quizá risas nerviosas o sólo silencio.
Encendió la luz del tocador y comenzó con el ritual memorizado. Los retoques eran casi innecesarios, la tez blanca como la niebla que la acompañaba en sus escapadas, los ojos oscuros como si no tuvieran color alguno, los labios rojos, granates, rotos. La sonrisa torcida siempre en ese instante, encantadora antes.
Se vistió. De blanco, por supuesto. El vestido gaseoso bailaba con el viento que circulaba por aquellas secundarias poco transitadas. No necesitó la ayuda del cepillo para acomodarse el pelo. Iba descalza.
Repitió mentalmente la única frase que le estaba permitido pronunciar. Echó una última mirada a su aspecto. Y se dirigió a aquel tramo de carretera que hacía las veces de antesala del destino.
Vio como se aproximaba el coche. La misma maniobra de siempre. El mismo silencio mientras se acomodaba en el asiento trasero.
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Ten cuidado con esa curva.La mirada por el espejo retrovisor.
El grito.
El golpe.
El silencio.